domingo, 7 de abril de 2013

PREFERENTES BANKIA: SE COMPRO UN PALACETE SIN DARSE CUENTA

De tal palo, tal astilla. El concepto que debe guiar su vida por el camino de la decencia, difiere
mucho del mio, aunque la decencia siga siendo decencia. Pero no solo el vocablo decencia nos
diferencia, además de la cuna.

Estas esposas de la Casa Real, o de la casa de de los ministros, o de los directores generales, o
de los asesores de cualquier tipo; En cuanto alcanzan cierto nivel de ralea, de pronto, pasan de
ser la mas bellas e inteligentes, las mas tontas. Estas hembras pueden llegar a ignorar el precio o
valor de un Jaguar o de un Palacio o Palacete. Seguramente lo muy caro las idiotiza. Pero a
ninguna le da por desprenderse de sus bienes en favor de sus antiguos dueños, antes del robo
que los dejo sin lo ganado, que se han dejado aligerar de propiedades y pertenencias.

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 La interferencia
Antonio Elorza 6 ABR 2013 - 00:50 CET20 

En la famosa escena de la noria de El tercer hombre, Harry Lime explica a su
ingenuo amigo la lógica que preside su actuación delictiva al comerciar con
penicilina adulterada. Vistos desde lo alto, los hombres pierden el perfil de
su condición humana; son puntitos negros que impunemente pueden ser aplastados
en beneficio propio.

Es lo que debió pensar Urdangarin cuando puso en marcha la Fundación
Cultura-Deporte-Integración Social, sobre los niños discapacitados que le iban
a servir de gancho para supuestamente consumar la más abyecta de sus supuestas
—normas obligan— estafas. Contemplados desde su atalaya de miembro de la
familia real, los discapacitados eran simples puntos negros, perdían la
condición humana; había que darles lo mínimo posible, lo justo para seguir
adelante con la apropiación de los donativos y su colocación en paraísos
fiscales.

No cuentan, pues, solo los delitos económicos, sino la profunda inmoralidad que
ha marcado a la trayectoria iniciada con Nóos y culminada con el episodio citado.
En cuando al conocimiento de los hechos y a la implicación de doña Cristina de
Borbón, fundamento de la inculpación del juez Castro, no existe dato alguno para
arrojar dudas sobre ambas cosas. Con toda seguridad, no era ella la gestora de
la trama, pero, simplemente por los signos externos, una persona no de
sobresaliente inteligencia, sino simplemente normal, tiene que percibir que con
los ingresos de ambos no era posible comprar el palacete de Pedralbes. Cristina
dio por bueno que su marido utilizase a fondo las influencias derivadas de su
condición real para los negocios, estuvo en condiciones de tomar nota de las
advertencias de su padre, y asumió el papel de cofundadora de Aizóon, la
sociedad que se encargó de la desviación de fondos. Si a esto añadimos que ante
la ley no le corresponde aforamiento alguno, carece de sentido cuestionar que el
juez la interrogue sobre tales aspectos. Salvo que nos situemos en la esfera del
privilegio y de la impunidad. Algo apuntó su desabrida respuesta a las
periodistas que intentaban hablar con ella en Estados Unidos el mismo día en que
Urdangarin salió corriendo: eran las culpables de lo que estaba pasando.

Es la Corona quien paga toda intervención como la que está en curso
Ante un escenario tan turbio, la línea de conducta del Monarca debió quedar
trazada por sus propias palabras: primero, la ley es igual para todos; y segundo,
la conducta de la familia real ha de ser ejemplar. Tal vez no pensó que las cosas
llegarían tan lejos, pero lo cierto es que de forma creciente la Casa del Rey ha
dado signos de malestar, lo cual, de cara a los jueces, supone una presión mucho
más fuerte que la que pudiera derivarse de la opinión pública. La propia
exclusión de Urdangarin del espacio regio no se debió al conocimiento de sus
actividades, sino al correo divulgado por Torres donde jugaba con su título de
duque “em…”.

La reacción al auto del juez Castro señala un punto de no retorno, verosímilmente
doblado con presiones ejercidas a través de medios políticos conservadores, a
pesar de la neutralidad inicial: esperpéntica oposición del fiscal anticorrupción
a que se recaben datos sobre un caso grave de corrupción, ataques contra el juez.
La declaración pública de la Casa del Rey —abreviemos: del Rey— disipa toda duda:
llegó el momento de arrojar todo el peso simbólico de la Corona contra la marcha
normal del procedimiento. El Rey puede sorprenderse en privado; la manifestación
pública indica disgusto, ¿o es que el juez debía habérselo notificado antes? Y
“la absoluta conformidad” a la impugnación del fiscal solo tiene una calificación:
interferencia. El Rey no es responsable; luego no debe cometer directa o
indirectamente actos propios de una posición de responsabilidad, y menos
condicionando una acción judicial.

Ni leones bajo el trono, como quería Jacobo I, ni sometidos ahora a una presión
cuyos promotores olvidan que el propio Rey, en el Estado de derecho, ha de
comportarse como primer magistrado de la nación, no como cabeza de una familia,
asumiendo encontrarse sub Deo et lege según la fórmula clásica del juez Coke.
Hoy diríamos que en el marco estricto del Estado de derecho, favoreciendo la
aplicación del mismo a un caso de corrupción en el cual el nombre del Rey ha
sido recurrentemente utilizado para tráfico de influencias.

Una vez escuché a don Juan Carlos relatar lo que le había costado acceder a la
Corona. En la circunstancia presente, esa prioridad de la institución debiera
ser afirmada contra toda preferencia personal. Es la Corona quien paga la cuenta
de toda intervención arbitraria, como la actualmente en curso.

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